martes, 12 de agosto de 2008

Arrebato

Cuando vi su nombre estampado en aquellas carátulas brillantes, no pude contener el arrebato. Mis dedos regordetes comenzaron a pasar todos los libros. Moví ejemplares por acá, por allá. Me deslicé por el otro pasillo. Nada. No puede ser. Busco al dependiente. Me dirijo a él con urgencia. –Me puede decir qué títulos trajeron de esta autora-, le digo, mientras le escribo improvisadamente el nombre de la escritora en el reverso de una factura. Se ajusta los anteojos. Cual pianista dispone los dedos en el teclado de un ordenador. Enfoca en la pantalla. –“Tengo todos estos”-, me dice. Yo, me salto la división y me cuelo a su diestra para leer la lista. ¡Acá esta!, le digo sobresaltada mientras mi dedo índice señala la pantalla. -- ¿Cuántos ejemplares tiene? No he visto ninguno y ya revisé los estantes. ¡Me ayuda a buscar!”, le pido con entusiasta desesperación.

El dependiente se cuela entre los módulos. Busca. Yo, ansiosa, me muerdo las uñas de las manos. Tiene que estar, tiene que estar. Tras unos minutos regresa con un volumen gordo, blanco y con una banda roja. Yo se lo arrebato. Acaricio el lomo del ejemplar. Quiero romperle el empaque de plástico. Me lo llevo, le digo al empleado. No me aguanto por que deslice la tarjeta, imprima el boleto de compra y me lo entregue. Creo que hasta tuvo uno de esos pequeños ataques en los que me da por saltar. Impaciencia. Me gobierna la ansiedad.

El tipo busca parsimoniosamente una bolsa de plástico para entregármelo. “No me dé bolsa, no me gustan”, le digo --la misma cantaleta que me toca recitar en los supermercados--.

Me ataca un voraz apetito por abrir y sumergirme en las letras de aquellas páginas beiges.

Casi se lo arrebato. Estoy que exploto de felicidad. Quiero compartir con alguien mi extraña euforia. Llamo a una amiga. Le cuento sobre mi última adquisición. Condescendientemente me felicita y me pide que se lo preste cuando termine de leer el libro.

Salgo del almacén. Quiero un sillón. No me aguanto por leerlo. Busco algo dónde sentarme. Un sillón amarillo plastificado aparece en el horizonte. Mi libro merece algo más digno. Busca las escaleras eléctricas. Subo al siguiente nivel. Ubico un mullidísimo sillón rojo. Me lanzo me acomodo y comienzo a devorarme las letras.

La introducción a una reedición –escrita por la misma autora—me apasiona. Salto al primer capítulo. No me aguanto por avanzar.

Sigo leyendo. Mis ojos están ávidos. Qué maestría en el manejo de los diálogos. Esta mujer es una gran maestra, pienso para mis adentros. Me voy a mi casa. Tengo que seguir leyendo. Esto está buenísimo. Sigo leyendo. Caigo en el segundo capítulo. La trama no me llama la atención. Pero sigo disciplinadamente a contragolpes.

Han pasado varios meses. La lectura de aquel volumen de 700 páginas se ha detenido en las primeras 100 páginas. Muchos personajes. Densidad. Así estoy con The Golden Notebook de Doris Lossing. La euforia inicial ha desaparecido. Pero me sigue pareciendo una mujer con una historia de vida estupenda.

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