miércoles, 28 de mayo de 2008

El hipo que toma Coca-Cola




Son las tres de la mañana. No tengo sueño. Rayos. Mañana tengo que trabajar. Moriré de sueño. Revisando la fototeca de mi celular no puedo evitar entretenerme con las imágenes de Bartolito. Sí, Bartolito. Así se llama el hipopótamo que nació hace dos años en un circo salvadoreño-hondureño que estaba instalado en San Bartolo.

Pues resulta que a este peculiar mamífero --que a mi más bien me parece un enorme cerdo oscuro o un pariente lejano de la Bibiana, la rotwailer que es propiedad de mi hermana, que come y semeja una vaca-- es una de las atracciones del circo América Espectacular.

Al animalejo, que nació en agosto de 2006, le celebraron su segundo cumpleaños el domingo pasado con una función especial.

A las instalaciones de La Prensa Gráfica lo llevaron a exhibir un jueves por la mañana. Algunos colegas míos incluso lo abrazaron, lo montaron y se tomaron fotos. A mí simplemente me inspiró miedo. Miedo por los horribles sonidos que emitía. Sonaba como a Godzilla. Su enorme hocico de pequeños dientes también me intimidaban.

Pero de todo aquel espectáculo lo que más me sorprendió fue la pacha con la cual alimentan a esta especie animal y el tipo de bebida que le dispensan. En un botellón blanco, coronado por un gran biberón rosa, Bartolito toma Coca-Cola o Pepsi, de acuerdo con sus cuidadores.

Un hipopótamo que toma Coca-Cola. El estómago se me corrompe. No se trata de sacar a flote el espíritu conservacionista. Es que me resulta absurdo e increíble.

¿A quién se le ocurre dar bebidas carbonatadas con cafeína a esta especie animal que está en peligro de extinción? ¿Por qué le gusta ese tipo de cafeína? ¿Se pondrá alterado? Los pocos minutos que vi al animal, me pareció bastante apacible y tranquilo. Lo suficiente como para tomarle muchas fotos.

Sinceramente, nunca se me hubiera cruzado por la cabeza que estos animales consuman Coca-Cola. Me parece el colmo de lo absurdo, de lo irreal. Pero en estos días donde el chavismo nos está haciendo más ancha la línea de la tolerancia a lo irreal, lo fantástico y lo absurdo, Bartolito no es más que una nimiedad.

Para que no se me olvide teclear (y a petición de Súchit Chávez)... les presento a La Lola


Para que no se me olvide escribir, vuelvo a teclear.

Les cuento que ya tengo bicicleta. Sí, a los 33 años se me ha antojado aprender a andar en bicicleta. En mi infancia no tuve más que un triciclo rojo, al que todavía le profeso un mìtico y entrañable cariño. Aquel vehículo sobrevivió un poco más de un lustro. Luego su chasis se me ha perdido en la desmemoria. Seguro que sus restos fueron a parar a la quebrada que hace las veces de basurero frente a la casa materna.


De adolescente no tengo recuerdos de haber tenido bicicleta. Sólo conservo una corta y borosa imagen. Estaba en el plafón de la casa materna, era tarde, el suelo era de ese cemento carrasposo. Intenté subirme a la bicicleta. Me apoyé en la casa de lámina de la Snoopy (la pastor alemán de la familia), intenté avanzar pero terminé tendida en el suelo con las manos raspadas y las piernas enredadas en la cadena grasosa de aquel vehículo de dos ruedas (estoy casi segura que era una bicicleta "ajena", como decían en mi casa, y arruinada).

Asì que hoy, a los 33 años, con el sobrepeso y el precio del combustible por las nubes se me ha metido entre ceja y ceja que quiero aprender a ser "un alma libre y salvaje" (como dice Súchit Chávez) tras el manubrio de una bicicleta.

El Zambell, otrora dueño de mis sentimientos de adolescente, me introdujo hace como un mes en las artes del equilibrio y avance a bordo de bicicleta. Después de tres horas de prueba y error en el Parque Cuscatlán vencí el miedo. Soy una alumna muy dura y ruda.


Durante la clase temía acabar sin diente, con el brazo partido o la piel raspada. Por fortuna, no me quebré ningún hueso. Pero terminé con las piernas llenas de moretes y con la piel literalmente rebanada en las pantorrillas.


Pese a las lesiones físicas, el peor vejamen de mi entrenamiento vino de unos infantes, que campantemente se lucían en sus bicicletas entre las calles de tierra del Parque Cuscatlàn. "Vaya, por fin aprendió andar en bicicleta", me espetó una niña, que fue testiga de mis tres amargas horas de aprendizaje a bordo de un bicicleta prestada.

Desde el sábado 24 de mayo ya tengo mi propia bicicleta. Se trata de La Lola, una huffy shimano con ruedas de 24 pulgadas de diámetro. De acuerdo con Súchit Chávez, las huffy son buenas bicicletas porque son livianas y el usuario sólo debe preocuparse por empujar su propio peso y no el pesado chasis.

El nombre de la bici --Lola-- se lo de debo a Gorkkus, no me pregunten cuál es su nombre que no lo sé. Creo que se llama Ernesto y que es experto en mecánica de aviones. Es un tipo medio bohemio que se las da de escritor y con quien resulta divertido ir al supermercado y hablar de literatura.

"Ponéle Dolores", me recomendó, "por aquello de los dolores que te va dar". Pero Dolores me resultò un nombre demasiado vulgar, corriente, soso. En cambio Lola me suena un nombre más fuerte, corto y contundente.

Pues resulta que la Lola lleva tres días en la intemperie. Su nueva dueña, osea yo, todavía no la he estenado. Resulta que la Lola es usada, tiene una llanta sin aire y la otra creo que no sirve porque tiene una cicatriz.


Aún no me animo a bajar a La Lola por los 36 escalones que hay entre el suelo firme y los 27 m2 donde tengo instalado mi hogar (un valúo dice que mi apartamento mide 30.38 m2, pero creo que me están estafando o han incluido aire que ahora me roban unos bastardos buseros de la ruta 302 que se han instalado ilegalmente frente a mi ventana, quienes además de robarme el paisaje me han expropiado la paz matutina, con sus gritos, pitos y motores).

En fin. Tengo 33 años, una bibicleta usada, un tanque vehicular que se llena con CUARENTA Y CINCO DÓLARES de gasolina regular, un par de deseos por aprender a andar en bicicleta (como alma libre y salvaje) y una oferta para integrar el club de ciclismo de Gasolina (diseñador de la sección Política del periódico para el cual trabajo, quien tiene por religión recorrer todo El Cafetalón y hacer varios circuitos de bicimontañismo).

¿Aprenderé a sostener el equilibrio, avanzar, frenar, hacer piruetas...todo sin quebrarme algùn hueso (dientes incluidos)? Aún no lo sé. Espero que no, aunque tengo un poco de miedo. Crucen los dedos por mí.



sábado, 24 de mayo de 2008

Cinco meses sin teclear

De no ser por el post de Jorge Colorado no me hubiera dado cuenta de que ya pasaron cinco meses sin que yo escriba una tan sola palabra en mi blog, en mi oficio y mi vida. A veces escribo --en esa práctica agenda que me regaló El Pocas-- los pensamientos que me aturden, las cuentas y facturas que no debo olvidar, las tareas que apremian para el día siguiente. Pero de mis ideas, sueños y mapas mentales, nada. Y al llegar a este punto, acude a mi el recuerdo de César Cástro --aunque más bien sería el recuerdo de los ojos, el ceño y rictus de desconcierto de esa paleta morena, a quien le encajo perfectamente como apoyabrazo--. "¿Ya no vas a escribir?", me increpó desde su escritorio. Claro que sí, tengo planes, le respondí bien fresca. De eso ya han pasado cinco meses, con suerte. Me asusta ese recuento temporal (justo ahora que he perdido mi reloj de pulsera y que el desconcierto impera entre los seis relojes de pared que cuelgan en mi apartamento.

Regla número uno: cuando entren a mi casa nunca, nunca, hagan caso a mis relojes. Mi hogar es como un pelotón de relojes que teme que yo llegue tarde. Y vaya que a menudo tienen razón. Aunque en los últimos meses me han jugado malas pasadas, la última vez llegué a mi oficina a las 6:30 a.m. , todo por culpa de las lavadas carátulas de mis relojes.

Ya pasaron cinco meses. Pero hoy siento delicioso teclear y poblar de caracteres y signos mi blog.

Veo a mi alrededor y creo que me consume el cono de un tornado. Aún no sé de qué tornado se trata. Pero trataré de seguir lanzando letras más a menudo. Lo prometo, Jorge.